Mis Escrituras

sábado, 25 de febrero de 2017

Entremés del Juez de los divorcios.

Escrito por Miguel de Cervantes Saavedra.
Adaptado por Oscar A. Bermúdez.

(Sale el Juez, Escribano y Procurador, se ubican en sus puestos y luego salen Mariana y Vejete).

Mariana.
Aquí vengo a divorciarme de esta senectud, y le vengo a implorar a usted mi querido juez que muy elegante se ve en ese glamuroso podió. Que me descases de este pedazo de trapo sin planchar.

Vejete.
Por amor a dios, Mariana, no grites tanto tus escarmientos, mira que tienes agitada a toda la vecindad con tus peleas. Mira que tienes delante de ti, al señor juez, y con una moderada voz le puedes informar de tus inconformidades.

Juez.
¿Qué infortunios traen?

Mariana.
Púes, divorcio, divorcio y mas divorcio, y otras mil veces divorcio!

Juez.
¿De quién señora?

Mariana.
¿De quién? De esta escoria que esta presente.

Juez.
Humm... ¿Y por qué?

Mariana.
Porque no puedo aguantar sus impertinencias, ni estar pendiente de sus enfermedades, que son centenares. Cuando me casé con él, me relumbraba la cara de felicidad. ¿Y ahora? Vivo amargada por sus insolencias. Queridisimo Juez, divorcieme, se lo imploro. Mire las arrugas que se están formando en mi rostro por las lágrimas que derramo cada día cuando me veo casada con esta anatomía.

Juez.
No llores mujer; baja la voz y sequese esas lágrimas, que yo haré justicia.

Mariana.
Dejeme llorar, que con esto descanso. La cuestión de los matrimonios, debieron haberla hecha, como la escogencia de los presidentes, que a cada cierto tiempo se va a revocatorio, porque te das cuenta que ciertas cosas no te convencen. No dejarlo como a una dictadura.

Juez.
Si ese arbitro se pudiera o debiera poner en práctica, y por dinero, ya se hubiera hecho; pero específica más, las ocasiones que te mueven a pedir divorcio.

Mariana.
(Suspira). El invierno de mi marido y la primavera de mi edad. Levantarme todas las noches, para darles sus medicamentos, para que no se ahogue; y estar obligada a soportar el mal aliento; que siempre le huele a carne podrida.

Escribano.
Debe ser de alguna muela podrida.

Vejete.
¡No puede ser! Que me lleve el diablo si es así.

Procurador.
Púes ley hay que dice, que por solo el mal olor de la boca se pueden descasar.

Vejete.
Señores, la verdad que el mal aliento que ella dice que tengo, no se engendra de mis podridas muelas, púes no las tengo, ni menos precede de mi estómago, que esta sanisimo, sino de esa mala intención de su pecho. 22 años llevo casado con ella, sin haber sido capaz de confesar sus insolencias, sus gritos y absurdas fantasías. Ya va para dos años presentandome a la parca; y con sus constantes gritos me lleva sordo. En resolución, señores: yo soy el que esta al borde de la muerte con ella. Porque es dueña de mi hacienda.

Mariana.
¿Hacienda tuya? ¿Que hacienda tienes tú, si es mía por mis esfuerzos a aguantarte? Y son míos la mitad de los bienes ganaciales, así te pesé.

Juez.
Dime, señor: ¿cuándo empezaste a vivir con tu mujer, no estabas gallardo, sano y bien acondicionado?

Vejete.
Ya he dicho que son 22 años que vivo con ella, como quién vive en la dictadura de Hitler siendo Judío. Cuando me casé con ella, estaba tan sano, que podía decir y hacer lo que quisiera.

Mariana.
(Simula ir a golpear a su marido). Saco de osteoporosis vi...

Juez.
Calmese... Calmese, mujer de bien, y anda con dios, que yo no hallo causa alguna para divorciarlos; y, como te comistes las maduras, degusta de las duras; que no está obligado ningún marido a tener la velocidad y corrida del tiempo, que no pase por su puerta y por sus días; y descuenta los malos que ahora te da, con los buenos que te dio cuando pudo; y no repiques más palabras.

Vejete.
Si fuese posible, queridisimo juez, pudieras sacarme de esa cárcel; porque, dejándome así, estando aquí en un rompimiento, estaré entregándome de nuevo a este vil verdugo; y si no, vendamos la hacienda y dividamos el dinero, y de esta suerte podremos vivir en paz lo que nos queda de vida.

Escribano.
Libre es la mujer.

Procurador.
Y prudente el marido; pero no puede más.

Juez.
Púes yo no puedo hacer este divorcio, quia nullam invenio causam.

(Entran un Soldado y su mujer Doña Guiomar).

Doña Guiomar.
Bendito sea dios! Se me ha cumplido el deseo que tenía de verte, queridisimo juez, a quién suplico que me descases de éste.

Juez.
¿Qué cosa es de éste? ¿No tiene otro nombre? Bien fuera que me dijeses: "de éste hombre".

Doña Guiomar.
Si tuviera los pantalones bien puesto, podría ser un hombre.

Juez.
¿Púes qué es?

Doña Guiomar.
Un leño.

Soldado.
(Aparte). Por dios, que he de ser leño en callar y en sufrir. Quizá con no defenderme ni contradecir a mi mujer el juez se inclinará a condenarme; y, pensando que me castiga, me ahorrara el esfuerzo.

Procurador.
Habla más comedido, señora, que el juez de los divorcios, mirara rectamente por su justicia.

Doña Guiomar.
¿Púes, no quiere señor juez que llame leño a una estatua, que no tiene más acciones que un madero?

Mariana.
Ésta y yo nos quejamos, sin duda, de un mismo agravio.

Doña Guiomar.
Digo, en fin, señor mío, que a mi me casaron con éste hombre, ya que quiere que así lo llame; pero no es este hombre con quién yo me casé.

Juez.
¿Cómo es eso? Que no lo entiendo.

Doña Guiomar.
Quiero decir que pensé que me casaba con un hombre común y corriente, y a pocos días hallé que me casé con un leño, como tengo dicho; porque el muy inútil, no sabe para que sirven las manos y no hace el esfuerzo de salir y buscar un trabajo para sustentar su familia. Las mañanas se va para el Valle, y que a oír misa y se la pasa de puerta en puerta chismoseando. A las 2:00 de la tarde viene a comer, sin un medió, luego se vuelve a ir y vuelve a medía noche, cena si encuentra, y si no, se santigua, bosteza y se acuesta; y en toda la noche no me deja dormir dando vuelta como un trompo. Le pregunto que le pasa y me sale con uno de sus absurdos, qué y que le está haciendo un soneto a un amigo, dándose de poeta, como si de eso se viviera.

Soldado.
Mi señora esposa, en todo lo que has dicho, no ha salido de los límites de la razón; y, si yo no lo tuviera en lo que hago, como ella lo tiene en lo que dice. En fin, sin mucho preámbulo, que nos divida y aparte.

Doña Guiomar.
Y hay más en esto, señor juez,...

Soldado.
Por esto merece ser querida ésta mujer, si ella tiene todas las maldades de ésta tierra. Todos los días son millares y millares de escusas, para que no esté en la casa, grita sin porque, presume sin hacienda, y como siempre ando arruinado por sus negligencias, no me toma en cuenta en las parrandas de San Juan. Pero con todo esto, digo, excelentísimo juez, que soy culpable de todo lo que está pasando, y que doy el pleito por concluso, y divorcieme lo antes posible.

Doña Guiomar.
No hay nada que alegar en contra de lo que he dicho...

Escribano.
Calmense; que vienen nuevos demandantes.

(Entran el Cirujano y Aldonza de Minjaca, su mujer).

Cirujano.
Por cuatro causas bien bastante, vengo a pedir señor juez, haga divorcio entre mi y la señora Aldonza de Minjaca, mi mujer, que está presente.

Juez.
Digame sus cuatro causas.

Cirujano.
La primera, porque no la puedo ver más que a todos los diablos; la segunda, por lo que ella sabe; la tercera, por lo que tengo que callarme; la cuarta, porque no me lleven los demonios, liberarme de éste infierno es lo mejor que se puede hacer.

Procurador.
Bastantísimamente ha probado su intención.

Minjaca.
Oigame señor juez, si mi marido pide divorcio por cuatro causa, yo lo pido por cuatrocientas. La primera, porque cada vez que lo veo, es como si viera al mismísimo lucifer; la segunda, porque fui engañada, me dijo que era médico de pulso y no es más que un simple cirujano; la tercera, porque me cela, hasta de mi sombra; la cuarta, que me gustaría estar lo más lejos posible de ésta cosa. (Le señala).

Escribano.
Quién diablos acertará a concertar estos relojes, estando las ruedas tan desconcertadas?

Minjaca.
La quinta...

Juez.
Mire señora, si piensas decir aquí las cuatrocientas causas, yo no estoy para perder mi tiempo. Su negocio se recibe a prueba; y anda con dios, que yo no le hallo la cuatro patas a la serpiente.

Cirujano.
¿Qué más pruebas, si yo no quiero morir con ella, y ella no quiere vivir conmigo?

Juez.
Si eso bastase para un divorcio, muy facil se sacudirían de sus hombros el yugo del matrimonio.

(Entra un Campecino).

Campecino.
Señor juez: pobre soy, no lo niego, pero cristiano viejo, y hombre de bien a la derecha; y, si es que alguna veces disfruto del ron y a veces el me disfruta, que es lo que tiene más lógica, ya hubiera sido gobernador, pero, dejándo todo esto aparte, quiero decirle señor juez, que estando yo muy enfermo, prometí casarme con una mujer errada. Pero, ahora me siento en perfecto estado y no quiero vivir el resto de mi vida con ella. Esta mujer me salio tan soberbia y de tan mala racha, que nadie le gana una discusión, y si te equívocas con ella, pasa toda una santa semana reprochándote lo mismo, hasta que cometes otra burrada. Bueno, honorable juez, quisiera que me ayudarás a divorciarme de ese demonio de tazmania. Si me haces ese favorcito, mi llave, yo prometo llevarle hasta su casa las mejores frutas que saque del conuco.

Cirujano.
Yo conozco la mujer de éste buen hombre, y es tan mala como la mía.

Juez.
Miren señores, aunque algunos de los que aquí están dando algunas causas que traen aparejada sentencia de divorcio, con todo eso, es menester que conste por escrito, y que lo digan testigos; y así, a todos los recibo a prueba. Pero, ¿qué es esto? ¿Música y guitarra en mi audiencia? ¡Novedad grande es está!

(Entran los músicos).

Músico.
Señor juez, aquellos dos casados tan desavenidos que usted concertó, redujo y apaciguó el otro día, lo están esperando con una gran fiesta en su casa, y nos envían a suplicarle que vaya y los honres con su presencia.

Juez.
Eso es lo que haré de muy buena gana; y pidamosle a dios que todos los presentes se apaciguase como ellos.

Procurador.
De está manera, moriremos de hambre los escribanos y procuradores de está audiencia; si seguimos así. Que todo vuelva a la normalidad y disfrutemos del fruto de sus pendencias y necedades.

Músico.
Púes en verdad que desde aquí iremos regocijándo la fiesta.

(Cantan los músicos).

             Entre casados de honor,
cuando hay pleito descubierto,
más vale el peor concierto
que no el divorcio mejor.
Donde no ciega el engaño
simple, en que algunos están,
las riñas de por San Juan
son paz para todo el año.
Resucita allí el honor,
y el gusto, que estaba muerto,
donde vale el peor concierto
más que el divorcio mejor.
Aunque la rabia de celos
es tan fuerte y rigurosa,
si los pide una hermosa,
no son celos, sino cielos.
Tiene esta opinión Amor,
que es el sabio más experto:
que vale el peor concierto
más que el divorcio mejor.

  Fin de éste entremés.

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